En lo lejano de un bonito pueblo vivía Daniel con su abuelita. Daniel era un niño curioso, alegre y juguetón.
Le llamaba mucho la atención ver que su abuelita, cada noche, cerraba los ojos y se ponía a orar.
Muchas veces se preguntaba por qué su abuelita oraba y por qué era tan importante para ella hacerlo.
Una noche, mientras se escuchaba el canto de los grillos y las cigarras, Daniel se acercó y le preguntó a su abuelita:
—¿Por qué hay que orar a Dios?
Ella le respondió con dulzura:
—Porque Dios nos cuida de todo peligro y de todo mal. También nos da todo lo que necesitamos, porque nos ama.
Daniel, al escuchar esa respuesta, quedó impactado y muy emocionado, por lo que preguntó:
—Abuelita, yo no sé orar… ¿cómo debo hacerlo?
Con voz suave y rostro tierno, la abuelita le explicó:
—Hijo, orar no es repetir palabras bonitas ni difíciles. Orar es hablar con Dios como hablas con un amigo, con tu corazón.
Esa misma noche, Daniel fue muy contento a su pequeña habitación y comenzó a orar:
—Hola, Dios… mi nombre es Daniel. No sé orar, pero quiero darte las gracias por mi familia, por el pan de hoy… y también porque me cuidas cuando tengo miedo. En el nombre de Jesús, amén.
Después de esa sencilla oración, Daniel sintió una paz enorme en su pequeño corazón y se quedó dormido.
Al día siguiente se levantó muy emocionado y le contó a su abuelita que ya sabía hablar con Dios, y que, desde ese momento, siempre iba a hablar con Él como con su mejor amigo.
Desde ese día, Daniel fue comprendiendo que Dios siempre escucha nuestras oraciones.
Autora: María Abreu
"Y, si sabemos que Dios oye todas nuestras oraciones, podemos estar seguros de que ya tenemos lo que le hemos pedido."
— 1 Juan 5:15
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